Relatos


El extraño y yo

Un día de estos, mientras llovía fuerte, decidí practicar la materia vista en un curso de informática que estoy recibiendo. El frío me aperezaba un poco; pero no me quedaba más remedio. En mi mente veía el rostro del profesor y me resonaban sus advertencias: “Para aprender, hay que practicar”.

Sin más preámbulo, encendí la computadora; pasaron un par de segundos y ya estaba lista para iniciar. En ese momento, ocurrió lo inesperado; escuché un estruendo y sentí un temblor. De seguido, un apagón y luego un gran resplandor.

¡Por Dios! ¿Qué veía?... No lo podía creer. Era un especie de extraterrestre asomado a la ventana. No sabía cómo, pero, sin que moviera su extraña boca y pese al aguacero que caía, escuchaba claro que me decía:

-Hola, deseo entrar; soy pacífico y necesito que me enseñés a usar tu computadora.

-¿Qué… a usar mi computadora?, le pregunté. De nuevo, escuché dentro de mi cabeza que me decía:

- Sí, tu computadora.

Puedo asegurar que me sonrió y, después, salió una luz de su pecho, que abrió un boquete en el vidrio, por el cual se introdujo a mi habitación.

Lo observé bien: medía como un metro 30, sus pies semejaban los de un pato; vestía una capa dorada y debajo un mameluco, pero no llevaba ningún tipo de calzado.

Sus ojos grandes y la cabeza pequeña en forma ovalada, me dieron cierto temor. De pronto, escuché de nuevo en mi cabeza:

- Lo exterior no define la calidad de las criaturas.

En ese momento comprendí que nos comunicábamos por telepatía; que no existía idioma, si no entendimiento. -¡Qué extraño!, ya no tenía miedo.

- Eso es bueno, me dijo.

- ¡Eh! No oigás hasta lo que siento, le reclamé.

- ¡Paz, paz! Prometo no escuchar tu corazón, pero enseñame a usar los programas de tu computadora, insistió.

- Soy una aprendiz, le comenté con decepción.

- No importa; sabés lo que necesito aprender, replicó.

Me contó que su nave tuvo un desperfecto y necesitaba restablecer comunicación con su planeta –llamado por ellos, estrelletas-. Agregó que la única forma era mediante una computadora terrícola, porque la suya se destruyó en el aterrizaje.

Ante esto, manos a la obra. Le mostré cómo encenderla y cómo ingresar a Internet. Y aquí comenzó lo más difícil de mi historia; tenía que explicarle como usar los programas de Windows y él quería saber sobre programación.

Me enteré que se llamaba XX-200; era ingeniero aeronáutico, con especialidad en una rama de la ciencia y la tecnología que en la Tierra aún no han descubierto.

Nuestro sistema de cómputo era muy primitivo, porque el de ellos se activa con la mente y se proyecta en las pupilas; además, sus equipos funcionan con energía intragaláctica. Me di cuenta que XX-200 no tenía dedos, solo una especie de tenaza.

- Bien X, le dije, este teclado se manipula con los cinco dedos (y le mostré mi mano), pero no te preocupés, con tus tenazas se puede. Mirá, yo sólo uso dos dedos.

Pues bien, comencé a explicarle como navegar en internet y a usar el mouse; me esforcé al máximo por recordar las clases de mi profesor Jeff acerca de programación. XX-200 miraba con sus ojos grandes y prestaba mucha atención. Cinco minutos después, él me explicaba sobre el lenguaje de programación y las conexiones de red.

- ¿Cómo lo aprendiste, bribón?, le dije.

- Lo leí en Internet, mientras escuchaba tu lección. De verdad, debés estudiar más, me dijo sermoneándome.

-¡Aaaah! …. Me quedé con las palabras en la boca… XX-200 tenía razón. Sólo atiné a justificarme, diciéndole que, cuando él llegó como un rayo, me preparaba para estudiar.

-%&$•”&%$•@, dijo XX-200.

Ahora no me hablés en tu idioma, porque bien sabés que no te comprendo-, le reclamé.

Perdoná, es que me comunicaba con los míos. Al parecer están cerca y ya rastrearon mi nave. Tu computadora me fue muy útil. Fue un gusto conocerte.*&%$•%%.

- ¿Qué fue lo último que dijiste?, le pregunté.

- Te dije gracias, en mi idioma.

Eso fue lo último que le escuché, mientras observaba como salía por el boquete que abrió en la ventana. Me despedí de él con mi mano.

Con una especie de rayo, que salía del medallón que llevaba en el pecho, restauró el vidrio; XX-200 desapareció de la misma forma que llegó.

Exclamé y grité fuerte en mi cabeza: - ¡Adiósssssss… vuelve algún día XX!

Nadie me creerá esta historia, me dije. Por eso la escribí, para leerla hasta creérmela yo.